Está perdido, creo que eso me dijo. Ayer le pasó lo mismo, sintió la náusea en su garganta, hasta ensordecer su nombre en el olvido. Ya no recordaba el mar, las formas se ausentaban. Sólo una veloz reminiscencia, a veces tormentosa, para luego tornarse negro, un color cefálico, casi de agua turbia, que se esfuma en un movimiento breve como una pisada de animal marchito. Algo se resbala en sus dedos, sales de nenúfar, tal vez ellas sepultaron el frío de su cuerpo y arrancaron los adoquines de la puerta para su féretro, ese pequeño cajón de piedra.
Él lo esperaba en la calle, sin saber porqué. Creyó ver algo…. ¿un barco?... pero no sabía, era azul, o verde, o algo, se asemejaba a una madera podrida, sellada con alambres de bronce y un pájaro mudo en la proa. Su altura lo intimidaba. Quiso no ver, desaparecer en una música onírica, donde las paredes dejen de evadir sus murmullos y lo alejen de la oscuridad del camino, de aquel solitario andar que lo apresa, castigándolo con su gélida voz, que tiñe de rojo sus pensamientos más difusos.
Agarró un papel húmedo y lo estrujó con vehemencia. Ya no padece, las orillas sombrías dejaron de ser ausencia. Sabe que, al final, su carne se vaciará, e irá de blanco hacia donde sus pasos no resuenen.